Cuando terminamos una relación, muchas veces tendemos a culpar y despotricar sobre la otra persona. Pensamos en lo que esa persona debería haber cambiado, lo que hizo mal, cuánto daño nos causó o cómo nos traicionó. Estos pensamientos nos invaden, llenándonos de dolor y tristeza, incluso deseando que esa persona reciba lo mismo que nos hizo. Pero al actuar de esta manera, mostramos egoísmo e inmadurez.
Es cierto que la otra persona tiene sus errores, pero nosotros también los tenemos. Nadie está exento de fallos, aunque es común que solo enfoquemos nuestra atención en los defectos ajenos, ignorando los propios.
Es momento de detenernos y reflexionar frente a un espejo. Analicemos honestamente qué hicimos mal en la relación. Este ejercicio no es fácil porque implica autocrítica, algo que duele pero que es necesario. Una vez que identifiquemos nuestras fallas, pongámonos en las manos de Dios para cambiar verdaderamente. El cambio debe darse en ambas partes, porque si solo uno busca mejorar mientras el otro permanece igual, el resultado será siempre incompleto.
El proceso de transformación es doloroso. Como se ha dicho antes, el tiempo no cura las heridas, solo las esconde. Sin embargo, Dios tiene el poder de levantarnos, sanarnos y enseñarnos a renacer.
Debemos enfocarnos en cambiar nosotros mismos, dejando de señalar a los demás. Es complicado, especialmente cuando estamos heridos y nos cuesta reconocer nuestras fallas. Muchas veces, la otra persona también intentó cambiar o hacer cosas fuera de su zona de confort, pero no lo percibimos porque estábamos cegados por nuestro propio dolor o las cargas acumuladas de relaciones pasadas.
Hoy tenemos la oportunidad de detenernos, reflexionar y rendirnos ante Dios. Reconozcamos que no podemos solos, que no confiamos en el tiempo porque este no sana realmente. Cuando tenemos un encuentro personal con Jesús, nuestras vidas cambian. No llegaremos a ser perfectos, pero servimos a un Dios perfecto que nos ama. No carguemos más peso del que nos corresponde, pues esas cargas son para Dios, quien nos alivia y nos da fuerzas para continuar.
Ser un mejor cristiano no significa cumplir con las expectativas de otros, sino fortalecer nuestra relación personal con Dios. Si hoy te sientes abatido, sin fuerzas, recuerda que al entregarle tu vida a Jesús, podrás superar el dolor y dejar de enfocarte en lo que la otra persona hizo o dejó de hacer. Este proceso no ocurre de la noche a la mañana. Si llevamos años acumulando heridas, sanarlas requerirá tiempo y paciencia. Sin embargo, ponernos en orden, acercarnos a Dios y buscar ser mejores es lo más importante.
Dios te guiará en el camino del cambio. No estás solo. Él está contigo en cada momento, fortaleciéndote y levantándote. Sé fuerte y valiente, porque Dios nunca te abandonará. Aunque las personas puedan fallarte y tú también falles a otros, confía en que Dios restaurará todo a su tiempo. No te desanimes ni dejes de hablar con Él, porque el tiempo no cura las heridas, pero Dios sí.